Dícese que el rechsstaat (Estado de Derecho) concebido por Mohl va camino de la desintegración cuando las instituciones a cargo del orden público y la conformación a la ley de la conducta ciudadana comienzan a dar muestras inequívocas del desvanecimiento de los principios y la relajación de los procedimientos.
Cuando esto sucede, el Estado inicia una especie de cuesta abajo que le llevará, a través de etapas disentéricas, parasitarias y degenerativas, a desembocar en lo que fielmente se denomina una república banana, antepasado lejanísimo en la larga y tortuosa cadena evolutiva del desarrollo de los pueblos. Sería algo así como lo que el hombre de Neandertal es a nosotros.
Preocupante resulta, por tanto, al ciudadano promedio y con alguna noción de civismo, cada vez que un diario de circulación nacional refleja noticias del tipo:
“Turba enardecida mata hombre a golpes en *****”
O bien, “Multitud ataca y ejecuta dos presuntos delincuentes en el sector de *******”
Titulares como estos, que se repiten últimamente con una frecuencia que va en ascenso, arrojan mares de sombras sobre la eficacia de las autoridades, y sobre la respuesta del Estado a este tipo de incidentes. Peor aún, la inacción de éstas permite que individuos cuyo pecho no se encuentra precisamente inflamado por sentimientos de justicia o amor al prójimo, provoquen, fomenten y participen activamente de estas ordalías ciudadanas, quizás porque comulguen con un sentimiento colectivo de hartazgo ante la impasibilidad del sistema frente a la conducta criminal que se pasea airosa, día a día, por nuestras calles, o quizás…..por algún interés particular en que tal o cual persona deje de existir.
Como dije a un amigo con el que compartía mientras leía una noticia de estas:
-Cualquier día de estos convierten las juntas de vecinos en tribunales populares, y a los presidentes de las Juntas, en comisarios del pueblo. ¡Madre mía!
Ciertamente asistimos a un “enervamiento progresivo y sostenido de la paciencia y conducta del ciudadano promedio”, que normalmente conlleva a un “trocamiento de la sensibilidad por endurecimiento, y de la pasibilidad por intolerancia”. La gente está harta de denunciar y que no hagan nada. La gente está ahíta de que no escuchen sus quejas. Su corazón, pues, va paulatinamente endureciendo. Están cansados de ver deambular a los criminales por las calles, en autos lujosos, impunes, sonrientes, los mismos que controlan bandas de delincuentes que se pasean impúdicamente de día y de noche amenazando, extorsionando y asaltando a quien les venga en gana, que dirigen grupos de proxenetas y atracadores entregados a las más sórdidas fechorías en detrimento del ciudadano común e inofensivo, y ni hablar de los traficantes de droga.
Ésos ya no son tratados de delincuentes, son “dones”. Don esto. Don lo otro. Y cuando finalmente caen, fruto de los incontables amigos y allegados que fueron dejando a lo largo de su prolífica y venerable trayectoria, poco falta para que les entierren con honores de héroes nacionales. No, si resulta que ahora son leyendas. Fueron asesinados a traición. Se dedican montones de titulares a ellos, se publican por todas partes sus señas y hazañas, y hasta se nombra una comisión (una comisión!!) para investigar y aclarar el incidente de su "vil" asesinato.
Para lo que no se nombra comisión alguna es para investigar la muerte del haitiano degollado por una multitud que lo acusaba de haber matado a alguno, en un sector de escasos recursos de Santo Domingo. Eso sucedió hace tan sólo un puñado de días. Encontraron la cercenada cabeza tirada cerca del cuerpo, con los ojos desorbitados, y los labios torcidos en un rictus de agonía. Según el informe policial y forense, la cabeza fue cortada del cuerpo con nada menos que un hacha, y la misma cayó rodando ante unas cincuenta personas, que de seguro vitoreaban y coreaban la hazaña como en los mejores tiempos de la revolución francesa.
¿Cuál sería el que hizo de verdugo de la Torre de Londres, y de un hachazo rebanó la mente y sueños del infortunado pití? Aunque considerando el hecho de que como no todo el mundo suele guardar en casa un hacha de grandes dimensiones y filosa como una navaja, presta a este tipo de enseres, probablemente no fue de un solo golpe que terminaron con él, sino después de varios tajos, como si cortasen un madero con un machete romo. El cuello del haitiano hizo, naturalmente, de madero.
Tampoco designan comisión para el hombre que fue ahorcado hace dos meses por sus compueblanos en Guerra, un poblado situado a sesenta kilómetros de Santo Domingo, acusado de robar reses y ganado de todo tipo. Figúrense que curioso sería el caso que uno decida darse un espléndido paseo por el campo, y encuentre de cuando en vez algún cuerpo humano oscilando inerte de la rama de un árbol, como en los tiempos de Robin Hood.
Por no hablar del insólito caso del hombre acusado por una multitud en Elías Piña de secuestrar y violar a una menor, condenado sumariamente por éstos y quemado vivo en una hoguera. Mira tú, sé bien que los adelantos e inventos suelen llegar a estas latitudes tropicales con un retraso de entre meses y años, pero la Inquisición llegó justamente cuando menos la esperábamos, habiendo sido abolida trescientos años antes.
Y así, los muertos por justicia popular, a manos de una turba irritada y aburrida, se multiplican en número y diversidad de circunstancias: a éstos les atacan a palos y con tubos de acero galvanizado, a los otros les amarran a un poste y les golpean y escupen hasta que mueren; y mientras, las autoridades se declaran satisfechas con los hechos, porque –de hecho- no hacen nada para detenerlos.
Esto va camino de convertirse en una especie de Fuenteovejuna, aquélla famosa pieza teatral de Lope de Vega, en la cual pregunta el Juez:
- ¿Quién mató al señor Comendador?
Y responden los intimados:
- Fuenteovejuna, señor Juez.
El Juez a su vez replica:
- ¿Quién es Fuenteovejuna?
Éstos responden:
- Todos a una.
Entretanto, la sombra de la terrible ley de Lynch sobrevuela nuestra sociedad, ése anatema no escrito que reza que cuando la justicia es lenta y los resultados insatisfactorios, los ciudadanos están autorizados a asegurarse la misma por sus propios medios.
Síntoma innegable de la descomposición cívica e institucional que nos resulta endémica, las razones por la que se desarrolla este fenómeno van ciertamente confiriendo a esta isla un airecillo de salvaje viejo oeste, que sopla raudo para alejarnos de la civilización y el orden, y sumirnos paulatinamente en el caos y la barbarie.
Cuando esto sucede, el Estado inicia una especie de cuesta abajo que le llevará, a través de etapas disentéricas, parasitarias y degenerativas, a desembocar en lo que fielmente se denomina una república banana, antepasado lejanísimo en la larga y tortuosa cadena evolutiva del desarrollo de los pueblos. Sería algo así como lo que el hombre de Neandertal es a nosotros.
Preocupante resulta, por tanto, al ciudadano promedio y con alguna noción de civismo, cada vez que un diario de circulación nacional refleja noticias del tipo:
“Turba enardecida mata hombre a golpes en *****”
O bien, “Multitud ataca y ejecuta dos presuntos delincuentes en el sector de *******”
Titulares como estos, que se repiten últimamente con una frecuencia que va en ascenso, arrojan mares de sombras sobre la eficacia de las autoridades, y sobre la respuesta del Estado a este tipo de incidentes. Peor aún, la inacción de éstas permite que individuos cuyo pecho no se encuentra precisamente inflamado por sentimientos de justicia o amor al prójimo, provoquen, fomenten y participen activamente de estas ordalías ciudadanas, quizás porque comulguen con un sentimiento colectivo de hartazgo ante la impasibilidad del sistema frente a la conducta criminal que se pasea airosa, día a día, por nuestras calles, o quizás…..por algún interés particular en que tal o cual persona deje de existir.
Como dije a un amigo con el que compartía mientras leía una noticia de estas:
-Cualquier día de estos convierten las juntas de vecinos en tribunales populares, y a los presidentes de las Juntas, en comisarios del pueblo. ¡Madre mía!
Ciertamente asistimos a un “enervamiento progresivo y sostenido de la paciencia y conducta del ciudadano promedio”, que normalmente conlleva a un “trocamiento de la sensibilidad por endurecimiento, y de la pasibilidad por intolerancia”. La gente está harta de denunciar y que no hagan nada. La gente está ahíta de que no escuchen sus quejas. Su corazón, pues, va paulatinamente endureciendo. Están cansados de ver deambular a los criminales por las calles, en autos lujosos, impunes, sonrientes, los mismos que controlan bandas de delincuentes que se pasean impúdicamente de día y de noche amenazando, extorsionando y asaltando a quien les venga en gana, que dirigen grupos de proxenetas y atracadores entregados a las más sórdidas fechorías en detrimento del ciudadano común e inofensivo, y ni hablar de los traficantes de droga.
Ésos ya no son tratados de delincuentes, son “dones”. Don esto. Don lo otro. Y cuando finalmente caen, fruto de los incontables amigos y allegados que fueron dejando a lo largo de su prolífica y venerable trayectoria, poco falta para que les entierren con honores de héroes nacionales. No, si resulta que ahora son leyendas. Fueron asesinados a traición. Se dedican montones de titulares a ellos, se publican por todas partes sus señas y hazañas, y hasta se nombra una comisión (una comisión!!) para investigar y aclarar el incidente de su "vil" asesinato.
Para lo que no se nombra comisión alguna es para investigar la muerte del haitiano degollado por una multitud que lo acusaba de haber matado a alguno, en un sector de escasos recursos de Santo Domingo. Eso sucedió hace tan sólo un puñado de días. Encontraron la cercenada cabeza tirada cerca del cuerpo, con los ojos desorbitados, y los labios torcidos en un rictus de agonía. Según el informe policial y forense, la cabeza fue cortada del cuerpo con nada menos que un hacha, y la misma cayó rodando ante unas cincuenta personas, que de seguro vitoreaban y coreaban la hazaña como en los mejores tiempos de la revolución francesa.
¿Cuál sería el que hizo de verdugo de la Torre de Londres, y de un hachazo rebanó la mente y sueños del infortunado pití? Aunque considerando el hecho de que como no todo el mundo suele guardar en casa un hacha de grandes dimensiones y filosa como una navaja, presta a este tipo de enseres, probablemente no fue de un solo golpe que terminaron con él, sino después de varios tajos, como si cortasen un madero con un machete romo. El cuello del haitiano hizo, naturalmente, de madero.
Tampoco designan comisión para el hombre que fue ahorcado hace dos meses por sus compueblanos en Guerra, un poblado situado a sesenta kilómetros de Santo Domingo, acusado de robar reses y ganado de todo tipo. Figúrense que curioso sería el caso que uno decida darse un espléndido paseo por el campo, y encuentre de cuando en vez algún cuerpo humano oscilando inerte de la rama de un árbol, como en los tiempos de Robin Hood.
Por no hablar del insólito caso del hombre acusado por una multitud en Elías Piña de secuestrar y violar a una menor, condenado sumariamente por éstos y quemado vivo en una hoguera. Mira tú, sé bien que los adelantos e inventos suelen llegar a estas latitudes tropicales con un retraso de entre meses y años, pero la Inquisición llegó justamente cuando menos la esperábamos, habiendo sido abolida trescientos años antes.
Y así, los muertos por justicia popular, a manos de una turba irritada y aburrida, se multiplican en número y diversidad de circunstancias: a éstos les atacan a palos y con tubos de acero galvanizado, a los otros les amarran a un poste y les golpean y escupen hasta que mueren; y mientras, las autoridades se declaran satisfechas con los hechos, porque –de hecho- no hacen nada para detenerlos.
Esto va camino de convertirse en una especie de Fuenteovejuna, aquélla famosa pieza teatral de Lope de Vega, en la cual pregunta el Juez:
- ¿Quién mató al señor Comendador?
Y responden los intimados:
- Fuenteovejuna, señor Juez.
El Juez a su vez replica:
- ¿Quién es Fuenteovejuna?
Éstos responden:
- Todos a una.
Entretanto, la sombra de la terrible ley de Lynch sobrevuela nuestra sociedad, ése anatema no escrito que reza que cuando la justicia es lenta y los resultados insatisfactorios, los ciudadanos están autorizados a asegurarse la misma por sus propios medios.
Síntoma innegable de la descomposición cívica e institucional que nos resulta endémica, las razones por la que se desarrolla este fenómeno van ciertamente confiriendo a esta isla un airecillo de salvaje viejo oeste, que sopla raudo para alejarnos de la civilización y el orden, y sumirnos paulatinamente en el caos y la barbarie.