viernes, 12 de junio de 2009

La sombra de Lynch


Dícese que el rechsstaat (Estado de Derecho) concebido por Mohl va camino de la desintegración cuando las instituciones a cargo del orden público y la conformación a la ley de la conducta ciudadana comienzan a dar muestras inequívocas del desvanecimiento de los principios y la relajación de los procedimientos.

Cuando esto sucede, el Estado inicia una especie de cuesta abajo que le llevará, a través de etapas disentéricas, parasitarias y degenerativas, a desembocar en lo que fielmente se denomina una república banana, antepasado lejanísimo en la larga y tortuosa cadena evolutiva del desarrollo de los pueblos. Sería algo así como lo que el hombre de Neandertal es a nosotros.

Preocupante resulta, por tanto, al ciudadano promedio y con alguna noción de civismo, cada vez que un diario de circulación nacional refleja noticias del tipo:

“Turba enardecida mata hombre a golpes en *****”

O bien, “Multitud ataca y ejecuta dos presuntos delincuentes en el sector de *******”

Titulares como estos, que se repiten últimamente con una frecuencia que va en ascenso, arrojan mares de sombras sobre la eficacia de las autoridades, y sobre la respuesta del Estado a este tipo de incidentes. Peor aún, la inacción de éstas permite que individuos cuyo pecho no se encuentra precisamente inflamado por sentimientos de justicia o amor al prójimo, provoquen, fomenten y participen activamente de estas ordalías ciudadanas, quizás porque comulguen con un sentimiento colectivo de hartazgo ante la impasibilidad del sistema frente a la conducta criminal que se pasea airosa, día a día, por nuestras calles, o quizás…..por algún interés particular en que tal o cual persona deje de existir.

Como dije a un amigo con el que compartía mientras leía una noticia de estas:

-Cualquier día de estos convierten las juntas de vecinos en tribunales populares, y a los presidentes de las Juntas, en comisarios del pueblo. ¡Madre mía!

Ciertamente asistimos a un “enervamiento progresivo y sostenido de la paciencia y conducta del ciudadano promedio”, que normalmente conlleva a un “trocamiento de la sensibilidad por endurecimiento, y de la pasibilidad por intolerancia”. La gente está harta de denunciar y que no hagan nada. La gente está ahíta de que no escuchen sus quejas. Su corazón, pues, va paulatinamente endureciendo. Están cansados de ver deambular a los criminales por las calles, en autos lujosos, impunes, sonrientes, los mismos que controlan bandas de delincuentes que se pasean impúdicamente de día y de noche amenazando, extorsionando y asaltando a quien les venga en gana, que dirigen grupos de proxenetas y atracadores entregados a las más sórdidas fechorías en detrimento del ciudadano común e inofensivo, y ni hablar de los traficantes de droga.

Ésos ya no son tratados de delincuentes, son “dones”. Don esto. Don lo otro. Y cuando finalmente caen, fruto de los incontables amigos y allegados que fueron dejando a lo largo de su prolífica y venerable trayectoria, poco falta para que les entierren con honores de héroes nacionales. No, si resulta que ahora son leyendas. Fueron asesinados a traición. Se dedican montones de titulares a ellos, se publican por todas partes sus señas y hazañas, y hasta se nombra una comisión (una comisión!!) para investigar y aclarar el incidente de su "vil" asesinato.

Para lo que no se nombra comisión alguna es para investigar la muerte del haitiano degollado por una multitud que lo acusaba de haber matado a alguno, en un sector de escasos recursos de Santo Domingo. Eso sucedió hace tan sólo un puñado de días. Encontraron la cercenada cabeza tirada cerca del cuerpo, con los ojos desorbitados, y los labios torcidos en un rictus de agonía. Según el informe policial y forense, la cabeza fue cortada del cuerpo con nada menos que un hacha, y la misma cayó rodando ante unas cincuenta personas, que de seguro vitoreaban y coreaban la hazaña como en los mejores tiempos de la revolución francesa.

¿Cuál sería el que hizo de verdugo de la Torre de Londres, y de un hachazo rebanó la mente y sueños del infortunado pití? Aunque considerando el hecho de que como no todo el mundo suele guardar en casa un hacha de grandes dimensiones y filosa como una navaja, presta a este tipo de enseres, probablemente no fue de un solo golpe que terminaron con él, sino después de varios tajos, como si cortasen un madero con un machete romo. El cuello del haitiano hizo, naturalmente, de madero.

Tampoco designan comisión para el hombre que fue ahorcado hace dos meses por sus compueblanos en Guerra, un poblado situado a sesenta kilómetros de Santo Domingo, acusado de robar reses y ganado de todo tipo. Figúrense que curioso sería el caso que uno decida darse un espléndido paseo por el campo, y encuentre de cuando en vez algún cuerpo humano oscilando inerte de la rama de un árbol, como en los tiempos de Robin Hood.

Por no hablar del insólito caso del hombre acusado por una multitud en Elías Piña de secuestrar y violar a una menor, condenado sumariamente por éstos y quemado vivo en una hoguera. Mira tú, sé bien que los adelantos e inventos suelen llegar a estas latitudes tropicales con un retraso de entre meses y años, pero la Inquisición llegó justamente cuando menos la esperábamos, habiendo sido abolida trescientos años antes.

Y así, los muertos por justicia popular, a manos de una turba irritada y aburrida, se multiplican en número y diversidad de circunstancias: a éstos les atacan a palos y con tubos de acero galvanizado, a los otros les amarran a un poste y les golpean y escupen hasta que mueren; y mientras, las autoridades se declaran satisfechas con los hechos, porque –de hecho- no hacen nada para detenerlos.

Esto va camino de convertirse en una especie de Fuenteovejuna, aquélla famosa pieza teatral de Lope de Vega, en la cual pregunta el Juez:

- ¿Quién mató al señor Comendador?

Y responden los intimados:

- Fuenteovejuna, señor Juez.

El Juez a su vez replica:

- ¿Quién es Fuenteovejuna?

Éstos responden:

- Todos a una.

Entretanto, la sombra de la terrible ley de Lynch sobrevuela nuestra sociedad, ése anatema no escrito que reza que cuando la justicia es lenta y los resultados insatisfactorios, los ciudadanos están autorizados a asegurarse la misma por sus propios medios.

Síntoma innegable de la descomposición cívica e institucional que nos resulta endémica, las razones por la que se desarrolla este fenómeno van ciertamente confiriendo a esta isla un airecillo de salvaje viejo oeste, que sopla raudo para alejarnos de la civilización y el orden, y sumirnos paulatinamente en el caos y la barbarie.

miércoles, 18 de marzo de 2009

Listado de cosas que acortan la vida del hombre moderno: 1. El tránsito citadino




Da igual que sea Lunes en la mañana o Domingo en la tarde, enfilar tu auto por las indómitas calles de una ciudad subtropical provista de un ortodoxo trazado urbano y un sistema de señalización más ausente que evidente, es una de las experiencias más irritantes y exasperantes a las que puedas voluntariamente encontrarte sometido. Y si para colmo, los situados tras el volante son, en la mayoría de casos, semi-civilizados representantes de la conocida casta de los desaprensivos sobre ruedas, parientes ideológicos de kamikazes y mujaidines, entonces la experiencia se torna, por demás, bastante peligrosa.

Uno se pregunta: ¿Por qué es tan difícil algo que, con un poco de paciencia y cultura por parte de todos, debería de ser mucho menos complicado?

Alter Ego responde: en primer término, ubícate en tu tiempo, espacio y circunstancias. Sal a la calle de la ciudad donde resides. Que ves?

-Pavimento y más autos.

- ¿Qué tal el pavimento?

-Francamente, mal.

-De hecho, mal estaba hace ya algún tiempo. Actualmente su estado es deplorable.

La capa de asfalto ha cedido, en algunas partes, a la erosión de las continuas lluvias; y en otras, al peso brutal de vehículos de tara elevada, que deambulan por las calles de la ciudad sin ningún régimen especial para su tránsito, quebrando y destrozando la superficie a su mero antojo, sabedores que no tienen que pagar compensación alguna. Ellos pagan sus impuestos, dicen. Como es de suponer, en la mayoría de los casos, no lo hacen, y cuando lo hacen, sencillamente no alcanza para nada, por una conocida ley de impedancia que dicta que cuando lo recaudado tiene que pasar por muchas manos camino a su destino final, lo que llega a este destino es la mitad o menos de lo que existía al principio.

Las cuadrillas de Obras Públicas responden a este deterioro progresivo intentando rellenar los agujeros y deformaciones que se producen con asfalto simple y alquiltrán, aplicados a mano -con rastrillos y palas- y bajo la ley del ojo por ciento. Su esfuerzo queda diluido después de unos cuantos aguaceros, tras los cuales los agujeros y hoyos resurgen con intensidad redoblada, en su titánica tarea de romper suspensiones de autos, y echar a perder neumáticos de forma irremisible.

De vez en cuando los susodichos se auxilian de una apisonadora. En estos casos, el esfuerzo en adecentar las calles de la capital de la República dura un poco más.

Ahora bien, en muy contados casos, los funcionarios oficiales a cargo del embellecimiento público ordenan un plan de revitalización de toda una avenida o vía. En esas excepcionales situaciones, acude al lugar de los hechos toda una brigada uniformada, provista de material de apoyo, vehículos especiales, herramientas adecuadas, con ingenieros al mando y a cargo de supervisar la ejecución de la obra, teniendo por costumbre aparecer en el área también algunos periodistas, burócratas gubernamentales y algo de público general. Cuando así suceden las cosas, el resultado –si se llega a terminar- suele perdurar más en el tiempo que cualquier otro intento de mejorar la vía pública. La verdad es que deberían producirse más a menudo, para el bienestar de todos.

Pero no estamos más que en el vértice superior del problema. La inconmensurable cantidad de hoyos, agujeros, desniveles y roturas del pavimento presentes en las calles de la Ciudad sólo hace que tengas que desarrollar una notable habilidad para sortearlos con el mínimo de perjuicio posible para tu auto y tu zona lumbar. Es tedioso, pero puede llegar a ser perfectamente rutinario. Trabajo de memoria y listo, como un autómata. Al acecho existen otros problemas menos triviales: las peligrosísimas zanjas, los infames “policías acostados” y los no menos odiados “badenes”.

Las primeras consisten en unas enormes cavidades abiertas a punta de pico y taladro en las calles y avenidas, para solucionar problemas relacionados con el acueducto, drenajes de aguas negras, y demás. Hasta aquí, todo normal. El único y simple detalle a resaltar es que, no pudiendo ser terminadas en un solo día, puesto que la solución al problema generalmente suele tardar un tiempo, es necesario abandonarles de noche; y como usualmente no hay disponibles rótulos de señalización, los obreros suelen tener la merced de anudar un trapo empapado con kerosene o trementina y situarlo en el interior de una vieja lata que llenan del mismo líquido, improvisando con esto una especie de antorcha que colocan al borde de la zanja, bien en el suelo o sobre un letrero de madera o metal donde a duras penas se lee “PELIGRO”.

Así las cosas, los conductores que circulan por el tránsito nocturno y que logran divisar en la distancia las mencionadas señales luminosas, cuya frágil luz rasga débilmente el pesado manto nocturno a su alrededor, saben que justo detrás de ellas se extiende el abismo, en la forma de una lúgubre cavidad de hasta seis metros de profundidad…. En realidad, mucho deben agradecer el poder al menos vislumbrar el aviso sobre semejante riesgo, y que no se encuentre, por acaso, lloviendo copiosamente, situación en la cual, sin rastro alguno que llame la atención y con el agua cubriendo la totalidad de la fosa, resultaría muy fácil terminar en el fondo de una de ellas.

Un muchacho que había ido al mismo colegio al que asistí cuando niño sufrió un accidente de este tipo cuando transitaba en medio de la noche. El auto, un todo terreno, quedó hecho una ruina. A él le reemplazaron la mandíbula y parte de los huesos del cráneo por prótesis y placas de platino, y pasó por cinco años de terapia para recuperar el habla con normalidad.

Los “policías acostados” son ésas conocidas protuberancias que se yerguen sobre el pavimento con la finalidad de obligar al conductor a disminuir o reducir totalmente la velocidad en un determinado punto, generalmente cerca de una escuela u hospital, o en algunas zonas residenciales. Como norma general, deberían encontrarse pintados con líneas amarillas alternadas para distinguirles, tener una altura máxima determinada y encontrarse situados en puntos donde sean estrictamente necesarios.

Esa es la teoría, claro está.

En la práctica, ni están pintados, ni su altura es estándar, ni prima un criterio lógico para su colocación, encontrándose diseminados mayormente a la libre por toda la geografía vial de la ciudad, excepto en los puntos en que verdaderamente resultarían necesarios. Si a esto unimos el hecho de que casi no se distinguen, por ser del mismo color del pavimento, pues estamos hablando de un verdadero enema. Así que andas tarde para una reunión, sales con los minutos contados, te alegras de encontrar el camino algo despejado, y de repente escuchas un fuerte estrépito mientras sientes que algo mueve con violencia el mecanismo conectado al volante y todo el auto se sacude. Tranquilo, no pasa nada…. sólo te has cepillado media suspensión y roto el depósito de aceite, más un par de aros doblados, más nada. Te has comido un policía acostado.

Los badenes, igual de terribles. En este caso, las hendiduras son tan pronunciadas, que es prácticamente imposible franquearles de frente cuando andas en un turismo, sin que haya fricción entre los bajos del auto y el pavimento. Hay que reconocer, no obstante, que entre éstos y los policías acostados, logran una mayor efectividad conjunta en la persuasión de los conductores desaforados que cualquier agente del cuerpo del orden, pues frente a los dos primeros te ves obligado a reducir la velocidad sin ningún tipo de opción, a menos que desees sufrir un accidente de magnitud desconocida; mientras que con los segundos puedes reservarte la opción íntima de detenerte si te da la gana, y si no, que más da, el 90% de los policías de tránsito no tienen vehículo para transportarse, mucho menos para pretender perseguirte por desobediencia.

El siguiente factor de riesgo en el tránsito citadino, después de la arquitectura vial, lo constituyen las personas. Digo mal, porque lo anterior no constituye exactamente un orden de jerarquía. Siendo sinceros, no se sabe cual de los dos factores es peor y más riesgoso.

Altos, bajos, flacos, gordos, personas de diferente sexo, raza, condición social y nivel cultural conforman el pleno de conductores de la ciudad. Claro que, todos y cada uno de ellos tienen necesidades y exigencias diferentes, que por supuesto, nunca convergen. Así que de pronto puedes encontrarte con que vas algo atrasado camino a un examen médico, y el sujeto que se desplaza en el auto justo delante de ti va sobrado de ganas de pasear por la ciudad, mientras escucha la emisión de su programa favorito en la radio. Esto conlleva la aparición de escenas como la descrita a continuación:

El sujeto A, camisa blanca de fino algodón y puño francés, corbata de seda azul con nudo windsor, pantalones de algodón y lana negros y zapatos lustrados conforme a la ley, se dirige, flotando en una nube de after-shave, a un conocido restaurante de la ciudad, donde asistirá a una supuesta cita de negocios con cierto trasfondo sentimental. Va sobre la hora, y, sintiéndose como está, en falta por ello, pretende suplir con velocidad su desacierto con la gestión del tiempo. Hasta ahora, fruto de su experiencia tras las ruedas –y naturalmente, de una cierta dosis de buena suerte- ha sorteado con éxito y de forma rápida tanto los atascos como las luces de tráfico camino a su destino, y entrando en la zona de la ciudad donde se encuentra el restaurante, sonríe ampliamente al ver despejada la avenida de acceso al lugar, disponiéndose entonces a acelerar a fondo. De pronto, en una de las intersecciones de dicha vía con una calle secundaria aparece un auto que, sin detenerse mucho a mirar quien viene y quien no por la vía principal, entra en ella a velocidad de caravana de cojos. Como es de suponer, el sujeto A ha tenido que frenar su recién iniciada carrera en seco, y pleno de deseo insatisfecho, comienza a tocar el claxon y a dar cambios de luces para indicarle al fastidioso intruso que va con prisa y que le ceda el paso.

El aludido ni se da por enterado. Sigue a velocidad de matar hormigas, aunque comienza a acelerar tímidamente.

El sujeto A se mueve con inquietud en su asiento. Acelera y coloca su auto a dieciocho centímetros del paragolpes trasero del sujeto B, mientras toca de nuevo, más insistentemente, el claxon, subrayándole su imperiosa necesidad de pasar.

Sin embargo, el sujeto B sigue en sus trece. Acelera un poco más, pero sigue por debajo de las expectativas de su nervioso paisano trasero.

A través de sus pupilas dilatadas por la excitación del momento, el sujeto A distingue claramente la parte atrás del sujeto B, el cual parece empotrado, más que sentado, en un desteñido asiento de su automóvil Volkswagen “Santana” modelo 1982, color verde grillo, y luce una espléndida calva en la parte superior de su cabeza. Va, al parecer, charlando animadamente con alguien sentado en el asiento del pasajero delantero, y no parece inmutarse por los ríos de tensión que se sienten correr producto de la situación.

El sujeto A crispa sus manos sobre el volante. Se desespera aún más, e intenta una maniobra de rebase. La avenida tiene dos carriles en una misma dirección, en el carril derecho suelen estar aparcados algunos autos, puesto que es una vía residencial y no existe vado. El sujeto A aprovecha un momento en que no ve autos aparcados, acelera a fondo y mete ¾ del recorrido del volante hacia la derecha de un solo tirón; el ACURA que conduce resuena con un sonido agudo y chillón, se hunde en su parte trasera mientras el morro sale con furia redoblada hacia delante y luego al costado, cortando el aire en su recorrido como un auténtico sable; en un segundo se coloca al nivel del VW, que parece extrañamente haber acelerado, y de pronto ve justo al frente, a pocos metros de él, otro auto aparcado. El ACURA cae inmediatamente en un par de hoyos que exacerban el ánimo de su conductor, pues los hoyos, en situaciones de nerviosismo, tienen el mismo efecto que los golpes; intenta forzar al sujeto B a abrirle paso, pero éste no cede y mantiene su ritmo, y finalmente, preso de furia, se ve obligado a abandonar y volver a su posición anterior detrás del VW, si no quiere colisionar al auto aparcado.

Esto es una contienda, no cabe duda. El sujeto A así lo entiende. El que va delante no sólo se ha negado a cederle el paso, sino que incluso le ha cerrado deliberadamente cuando se encontraba en situación de rebasarle. De nuevo se dispone a adelantarle en una curva próxima, y de nuevo se ve obligado a frenar en seco y maniobrar para evitar colisionar con el camión de aseo urbano que estaba en el carril derecho. Las manos se estrellan con fuerza en el volante, mientras el sujeto A silba sonoramente y maldice lleno de impaciencia. “Pero que cabrón”, masculla, entre dientes. La temperatura sube en el habitáculo. Más adelante se distingue un semáforo, el VW reduce velocidad, y la luz pasa de verde a amarillo y rápidamente después, a rojo. El VW se detiene. El hombre del ACURA se detiene detrás de él, pensando en su próximo asalto. Esta situación no puede persistir. Un hombrecillo diminuto, seguramente un jubilado, con sus lentecillos de topo miope, con su insípida y ridícula acompañante, en un auto que se cae a pedazos de viejo, poniendo a prueba su destreza al volante y sobre todo, la “máquina” en que anda, retrasándole inmerecidamente. Esto requiere de una pronta y terminante rectificación, para despejar dudas.

El semáforo pasa a verde.

El VW comienza a moverse lentamente. El sujeto A coloca el mando secuencial en primera, y acelera a fondo. El ACURA emite un bramido y despega, con un ímpetu tal que fue preciso una maniobra vertiginosa para evitar llevarse de encuentro el VW. Este a su vez sigue acelerando, mientras el ACURA se pone a su nivel, lo cual tarda medio segundo en concretarse. A pocos metros se iniciará, de nuevo, la hilera de autos aparcados en el carril derecho de la calle. El VW continúa acelerando progresivamente, y el sujeto A, estando situado paralelamente a éste y rebosando de incomodidad, hace descender el cristal de su puerta y grita, mirando con furia al conductor del VW y apuntando hacia su auto:

-Quita esa MIERDA de ahí!

El jubilado o lo que sea que fuere, execrado ya en lo personal, no responde y esboza, sin siquiera desviar la mirada, un atisbo de sonrisa medio estúpida, similar a la que los ignorantes suelen mostrar cuando les hacen una pregunta que va más allá de lo mediocremente rutinario, mientras mantiene con cierto temblor el volante entre sus dos manos, tratando de no perder el tipo. El ACURA se ha acercado a escasos centímetros de la carrocería del VW, en su apuesta por intimidarle y “hacerse respetar”, y se acerca aún más mientras presiona para lograr que el contrincante ceda su lugar a él, frenando y quedando atrás. La hilera de autos aparcados está ya a escasos metros, y el sujeto A, que no piensa a su vez ceder, se juega su última carta: baja una marcha en el secuencial, pisa el pedal hasta el fondo y gira el volante contrasentido para evitar el derrape.

El kickdown clava la espalda de nuestro personaje en el asiento del ACURA, y éste resuena como una caja de truenos. En un ángulo de unos cuantos metros entre el VW y el inicio de la hilera de autos aparcados en la calle logra, al fin, colarse por delante de éste justo antes de que se viese forzado a frenar de nuevo, trazando una maniobra digna de películas de espionaje. Así, escapa por milímetros de ser embestido por el VW, y termina por salirse con la suya.

El sujeto A, pletórico, saca por la ventana de su puerta el brazo izquierdo y hace con su mano una señal obscena, murmurando con una sonrisa “que te den por el culo, cagón”, mientras la imagen del VW y su diminuto personajillo comienza a desvanecerse rápidamente en el retrovisor. De pronto, se escucha un estruendo terrible; segundos después, un gran gentío sale a la calle y se congrega en el lugar, para ver al ACURA del sujeto A incrustado en la parte trasera de un camión cargado de plátanos verdes.

Mientras los plátanos caen y se acomodan en su rededor cual mangú, el sujeto A, manteniendo pesadamente la cabeza hundida en la bolsa de aire que acaba de eclosionar, observa de reojo a través de los fragmentos del destrozado espejo lateral como el VW se acerca tranquilamente, pasa a su lado y doblando la esquina del accidente, continúa sin pararse.

martes, 17 de marzo de 2009

La edad de la inocencia


Existen días en los cuales se viven episodios nuevos, se experimentan sensaciones que aunque sabías que alguna vez te tocaría sentir, por una mera cuestión estadística, hubieras preferido no sentirlas nunca, y continuar con una existencia apacible e inocente.

Eran las 16h de un tórrido martes del mes de agosto, cuando salía de tomar unas clases en el instituto ------, ubicado en un archiconocido edificio público de oficinas y despachos gubernamentales de esta ciudad; y me dirigía hacia donde se encontraba aparcado mi auto –o mejor dicho, hacia el lugar donde lo había dejado estacionado, porque al ritmo que va la vida en estas latitudes tropicales, nunca se sabe donde finalmente pueda estar en el momento en que lo buscas, quizás en manos de algún facineroso que ha decidido lucrarse a costa de dejarte a pie y a merced de la compañía de seguros por un buen tiempo.

—Caminando por la avenida M*****, cerca del cuartel general de la Policía , se me acerca uno de éstos y me dice

--“Don, su carro se lo ha llevado…….la grúa”.

--“Qué??” resulta, lógicamente, mi primera exclamación.

--“Así como lo oye…..un operativo….se han llevado todos los carros de esta calle, algunos de nosotros intentamos detenerlos, pero esa gente no cogen corte”.

--“¿Y donde se supone que tengo que ir a buscarlo?”

--“En el Ayuntamiento”

--“¿En el Ayuntamiento? ¿Donde queda eso?”

--“El Ayuntamiento…….es ahí, ahí mismo, en La Feria ”.

El Ayuntamiento. O sea que, el Ayuntamiento ha sido el culpable de que el final de mi tarde burguesa y perfectamente normal se arruinase. Y claro, en ése momento, comienzas a maldecir y a echar pestes de tu suerte, de la vida tuya y la de todos los concejales, regidores y políticos cuyos nombres atines a recordar y relacionar con el cabildo de la Ciudad , del cual no sabes ni la dirección, porque no recuerdas si alguna vez en tu vida has tenido que pasar por allí para hacer alguna cosa. Y si alguna vez pasaste, ha quedado guardado en la oscura noche del tiempo, por allá por los años en que aún eras estudiante universitario o incluso bachiller, y todavía dependías del transporte público citadino para movilizarte, es decir: en tu otra vida, cuando aún no eras “gente”.

Y claro, en tu delirium colericus no alcanzas a recordar que quizás estuviste aparcado indebidamente, que quizás estabas frente a uno de ésos avisos pequeños, nimios, olvidados, insignificantes, que dicen en letras negras y menudas “no estacione”, quizás oculto tras una rama de un árbol, en un ángulo inclinado por el peso que ejercen los años, como suelen estar muchos.

Pero, como bien criado que eres, educado con esmero retrógada en colegios y universidades católicas y conservadoras, de aquéllos que lograron la proeza de tomar la clase de cívica cuando aún la impartían y no dormían de aburrimiento, te abstienes de reflejar en tu conducta visos de lo que puedes estar pasando muy dentro de ti, ahí en tu mente, en tu fuero interno, y aunque irreverentes pensamientos taladren tu cerebro, alcanzas a mascullarle al poli que te mira ahí con cara acongojada por tu desdicha unas “gracias” mal pronunciadas por la información que te acaba de dar, porque sin ella quizás imagines un destino menos esperanzador para tu carro que el estar esperándote en un solar baldío y abandonado con el rótulo de depósito municipal, y una multa de 1,300 pesos girada contra tu bolsillo. Porque, evidentemente que cuando “la grúa” te lo lleva, no deja aviso alguno sobre esta acción. No hay donde dejar dicho aviso, no? A la gente que se las averigüe como pueda! Total! por un puñado de infractores…

Media hora más tarde, estoy en el depósito de autos del ayuntamiento. Un solar ciertamente baldío y a cielo raso, con manchas de grasa y aceite en un suelo erosionado por el continuo descuido de quienes están a cargo de él. Amontonadas en un extremo del solar, lucen unas chatarras de ésas que cuesta más el moverlas que lo que valen actualmente, porque les han extirpado toda parte servible. En otro extremo, se encuentran más o menos alineados en cierto orden, los carros de los “afortunados” infractores que tienen la suerte de que haya sido el ayuntamiento quien se llevase sus carros por estar aparcados indebidamente, y no alguna otra persona con propósitos menos cívicos. Cerca de la entrada, a la izquierda, una caseta con un poli de tráfico, de los que el argot popular denomina “amet”. A la derecha, otra caseta con una empleada del Ayuntamiento en él, llevando nota de los expedientes abiertos y recaudando las infracciones cobradas. El estado en que lucen ambas casetas es apenas correcto, sufrible.

Llego a donde está el carro. “Que lucha me haces coger a veces, león”….lo reviso por si hay rayaduras que evidencien algún maltrato en su transporte. Nada, ni siquiera un rasguño. No hay dudas de que esta gente desarrolla un trabajo impecable, en un tiempo record, saben bien lo que hacen. Me apresto, con los documentos en mano, a pagar la multa sin rechistar, de niño me han enseñado que el que hizo lo incorrecto, y sabe que está mal hecho, no tiene otra cosa que hacer que callar y aprender.

A todo esto, y mientras hablo con el poli aspectos relativos a la identificación del vehículo de mi propiedad, ha llegado a la entrada del solar un personaje conduciendo uno de estos carros que cualquier natural de este país identificaría como pertenecientes a la flotilla de “conchos” que pululan por el ámbito citadino: sin defensas frontales, mostrando el radiador en todo su esplendor, con las luces delanteras superpuestas, la opaca pintura color beige carcomida, los cristales de todas partes “cuarteados”, las rayaduras y raspones esparcidos por toda la geografía de su menuda carrocería, los neumáticos gastados, y el capó más arrugado que una pasa por los golpes recibidos. En síntesis, una ultra conocida estampa típica. El sujeto, que estaba aún dentro del vehículo, intentaba (o al menos así parecía) abrir la puerta de hierro que fungía como entrada al solar utilizando el frente del carro, esto es, sin bajarse del vehículo. El policía, que estaba hablando conmigo en ése momento, me pide para esperar y, dirigiéndose algo contrariado hacia la entrada donde el conductor pugnaba por forzar la entrada con el carro, le dice directamente a éste:

--“Vd…qué está haciendo? Qué quiere? Mueva ése carro de ahí, por ahí no se puede entrar, déle pa’ tras”.

Acto seguido, el individuo que conducía el carro detiene el mismo y lentamente, abriendo la puerta del conductor, se va poniendo de pie al lado del vehículo. Era un hombre de unos 50 a 55 años, blanco en canas ya, con un tamaño bastante alto, quizás 1.85 o 1.87m; una mugrienta gorra en su cabeza, la ropa manchada y sucia, los pantalones desteñidos y con innumerables máculas que delataban su aspecto descuidado, y los zapatos gastados. La figura de este sujeto, su porte, su vestimenta, lo señalaba sin posibilidad de equivocación alguna como una de ésas leyendas urbanas que conocemos con el nombre de choferes de carro de concho, otra de las estampas folclóricas de la ciudad; sólo que éste, sumando un aspecto más allá del descuido, reflejaba un lucir netamente asqueante, deplorable en todos los sentidos.

En el momento en que comenzó a hablar, resultó evidente que el personaje éste estaba más borracho que un pato para la cena de navidad. Los ojos, a ratos turbios, giraban sin rumbo en las órbitas oculares cada vez que hablaba –o intentaba hablar-; su boca, adornada por un paisaje desdentado, mezclaba a la vez frases incoherentes e insultos brutales; sus manos temblorosas, sus ademanes, su comportamiento, todo en su ser indicaba que tenía, cuanto menos, tres días seguidos bebiendo sin parar.

Ante la orden del policía, el individuo respondió, en su hablar pastoso de borracho:
--“Amigo, yo lo que quiero es que me metan preso”-

--“¿Qué?", responde el policía, contemplándolo con una especie de asombro y estupefacción-

--“¡Que me metan preso, coño!”-

--“señor, le repito, mueva el carro de ahí, está obstruyendo la entrada” dice el policía tratando de mantener sus cabales, situación que se antojaba difícil dado el cuadro que se avecinaba.-

--”Es que quiero que me metan preso!...que me metan preso…Es que quiero que me metan preso, es preso que quiero estar!...tú no eres un amé…..méteme preso, coño”-

--“Amigo, mire, quite el carro” dice el poli caminando hacia él lentamente y apuntando con la mano, mientras algunos empleados del cabildo y presentes en el lugar comenzaban, inquietos, a asomar las cabezas a la escena.

- “Tú lo que eres es un hijo e’ la granputa” le dice el hombre; “un maricón”.

Era martes en la tarde, hacía el calor húmedo, sofocante y pegajoso que sólo en los trópicos a las 18h hace, y faltaba apenas una hora para la clausura del lugar. El policía, que había pugnado por mantenerse tranquilo, desenfunda su arma, la carga y apuntando el cañón hacia el individuo le dice:

--“mueve coño ése carro de ahí y respétame, carajo!”

Conmoción. Todos los presentes se encontraban mudos observando la escena. Al lugar había acudido con mi madre, que fue a la primera que encontré disponible para auxiliarme en esta situación del carro. Estaba, evidentemente asustada por el desarrollo de los acontecimientos y murmuraba incesante las frases acostumbradas, mezcladas con trozos de rezos y letanías, que afloran obligadas en las situaciones como éstas, al tiempo que me aconsejaba irme a esconder. Yo me resistía, agitado y al mismo tiempo expectante ante el impreprevisible desenlace de la situación. El individuo, mientras, seguía en sus trece.

--“Oye, le dice al poli mientras éste le tenía en la mira del arma- “yo soy tu amigo, no me recuerdas?” en un tono súbitamente suave y tranquilo. “hijo de la granputa!!” le vocifera de nuevo, de repente.

Una de las empleadas del cabildo, bastante asustada, convence al poli de que baje el arma y lo lleva a una esquina tratando de calmarlo, mientras el hombre continúa en la entrada vociferando sandeces; algunos presentes intentan apaciguarle, pero éste (evidentemente borracho y fuera de sí) no quiere abandonar el área, sino continuar con la tángana que armó.

A veces es complicado mantenerse impávido en situaciones como ésta, pero resulta peor para tí mismo y para los demás mostrar la agitación de la cual eres presa súbitamente. Mi madre tenía aspecto de querer convertirse en algo muy, pero muy pequeño, y camuflarse, desvanecerse en el ambiente. Sin embargo, a pesar de sus ruegos para movernos a un área menos expuesta del lugar, me mantuve expectante de la situación, pero con ése aspecto desinteresado de quien va por la vida tan campante como Johnie Walker venga lo que venga, provisto de mi ironía habitual, aunque dentro de mí pensaba que la cosa se estaba poniendo negra, y que no tenía exactamente un plan “B”, pero ni tampoco un “A”, ni ninguno de hecho, si la cosa pasaba a mayores. Son de estas situaciones que suceden en la vida y en las cuales te ves súbitamente atrapado, absorbido, como en dos dimensiones, sin esperar que aconteciese contigo por mucho que vieras la misma noticia repetida una y otra vez en los diarios matutinos y vespertinos, pero esta vez piensas que ya sucederá, que por primera vez en la vida verías, fuera de las películas, como muere a tiros un hombre, y así perderías tu inocencia de burgués tranquilo y apaciguado, que observa el reflejo de los problemas diarios de la nación en que vive a través del cristal de los edificios en que reside la mayor parte del tiempo.


Pero no sucedió nada. Aún estoy, por tanto, en la edad de la inocencia.


A veces me pregunto, en mi inocencia particular, cómo es posible que un ser humano se levante un día simplemente con ganas de no seguir viviendo más. Sencillamente, harto de estar vivo. Cansado de sentir, de ver, de oír, de estar presente en esta vida. Será esto lo que nos diferencia de los animales? Algunos dirán que sí, que mientras el hombre puede tomar libremente la decisión de poner fin a su existencia terrenal en cualquier momento, el animal se encuentra atado a sus instintos y no posee, por tanto, la facultad de libre albedrío necesaria para discernir las consecuencias de sus actos. Sea como sea, me parece que esa facultad de libre albedrío causa demasiados problemas. A vece sería mejor que fuéramos un poco más previsibles.